viernes, 7 de septiembre de 2007

Síntesis: El Arte y la Ciencia

La creatividad, primordial e impalpable elemento que define la esencia humana. Desde la adquisición de la conciencia, la intuición y el raciocinio han coexistido armónicamente, bifurcándose en 2 diferentes manifestaciones indeleblemente mancomunadas: una artística, de carácter más libre y espontáneo; otra científica, de naturaleza rígida y exacta. Ambas, han liderado la sempiterna búsqueda del conocimiento y la estética.

La disciplina artística y científica brota fraternalmente de un mismo elemento condicionante, el derredor cultural y social de cada época histórica. En función de aquello que le rodea, el hombre transforma sus percepciones sensoriales en la flama de la imaginación, de la irrestricta admiración de su entorno. La manifestación de este proceso de observación es bipartita. Por una parte, emana la plasticidad con la que recrea sus experiencias y percepciones, siendo su obra creativa resultante un prisma que reenfoca la realidad en términos de lo que su sensibilidad perceptiva y agudeza emocional le inspire. Nace así el arte.

Por otra parte, surge una arista paralela, más formal y rigurosa, que busca modelar y explicar el comportamiento de todo aquello que le circunscribe. Surge entonces un enfoque más empírico, racional, metódico: la ciencia. De la mano, ambas disciplinas coadyuvarían para interpretar y representar los dilemas filosóficos que permean la existencia consciente. Cual Cástor y Pólux, el firmamento de la creatividad humana estaría permanentemente iluminado por 2 fulgurantes e inseparables ideales: el representar el entorno —en sus más variadas manifestaciones: política, social, estética, económica— y el explicarlo, actividades que quedarían indefectiblemente fusionadas como los principales exponentes creativos de la única especie sobre este Arca de Noé cósmica que evolucionara la capacidad de soñar y cuestionar.

Así, el devenir científico irradia novedosos conceptos, relaciones, estructuras, ideas que fertilizan el espectro temático del que se nutre el quehacer artístico. A su vez, la tecnología, primogénita de la ciencia, aporta herramientas concretas que permiten desarrollar las potencialidades de los instrumentos físicos con los que la idea se lleva a la praxis. El conocimiento engendra conocimiento, creatividad, originalidad: ¡Un círculo virtuoso de sinergia y simbiosis al servicio del progreso de la especie humana!

Pero, ¿acaso la chispa creativa brota prometeicamente de la Nada, o surge, más bien, de la acumulación disciplinada de conocimiento que late subyacente, en un estado infraconsciente para despertar súbitamente, cual Vesubio imponente, ante el esotérico estímulo que tan sólo la mente preparada es capaz de discernir? ¿Es, entonces, la epifanía un resultado inevitable de la búsqueda diligente de la Verdad, más que una mágica ofrenda de Fortuna?

Un breve vistazo retrospectivo hacia la historia de la gestación del conocimiento parecería demostrar que, en efecto, la “suerte” favorece a la mente preparada. Los ejemplos al respecto abundan, pero tal vez el caso más radical que valida esta premisa es el descubrimiento de las funciones curativas de la penicilina que notara Alexander Fleming, quien, ante la inusitada muerte de un cultivo bacterial, supo reconocer la causa: la presencia de un agente externo que se filtró accidentalmente. Gracias a este salto creativo —a la agudeza mental de una mente entrenada a priori para reconocer cadenas de causalidad donde otros no verían nada—, éste aparentemente convencional evento llevó al surgimiento del primer antibiótico, en lugar de ser ignorado y disiparse anónimo en las telarañas de lo infinito.

El pensar en sí mismo resulta pues ser un arte: el arte de la metacognición, de aprender a aprender. La ciencia va más allá, sistematizando el proceso cognitivo. Por su parte, el arte, menos rígido, fluye irrestricto —cuasioníricamente, podría decirse— por las praderas de conocimiento develadas por la ciencia —potenciando temáticamente su torrencial creativo—, mas no sin antes irrigar los prados científicos con la inspiración que sólo la sublime plasticidad puede originar. Así pues, si bien disímiles en su forma, fondo y metodología, ambas disciplinas dialécticamente interactúan sin cesar, frondosamente ampliando las ramas de injerencia, que con su sombra paternalmente cobijan al hombre que tiene a bien recostarse contra el tronco del Árbol de la Sabiduría —edificado sobre la infraestructura artístico-científica y enraizado sobre la primordial curiosidad, gestora suprema de lo racional e intuitivo—.

Cual siameses, ciencia y arte hacen acopio de similares mecanismos cognitivos. La alegoría, la metáfora, la parábola, todas construcciones mentales que permiten, instrumentándose en el estudio analógico, interpretar la interrelación estructural de las entidades físicas e intangibles que determinan nuestro espacio de vida, son la fuente de la cual nacen el quehacer artístico y científico. Las experiencias y conocimiento previo, son el insumo esencial que alimenta la capacidad de analogizar y, con ello, inflamar el combustible creativo.

Sin embargo, existe una muralla a veces infranqueable que debe superarse para crear estructuras científicas y artísticas radicalmente novedosas. Mientras no se rompan las cadenas de los paradigmas establecidos, de las convenciones milenarias, la capacidad de apoyarse sobre los hombros de los gigantes newtonianos para visualizar más allá de lo evidente nublará la originalidad tenuemente destellante en el horizonte. El mundo está rodeado de respuestas, mas sólo levando las anclas de la mediocridad, de lo usual, de la inercia, podrán formularse las preguntas que permitan elegantemente interpretar las elusivas soluciones que permean nuestro derredor.

Las estructuras sociales modernas han, sin embargo, dado un enfoque de línea de ensamblaje a la originalidad, agregando un nuevo estrato por vencer para que la creatividad logre resurgir de su embrional capullo. Lo que en tiempos de antaño fuese artesanal, singular, único, ha homologado las prácticas industriales de la tendencia económica du jour, el capitalismo, sometiendo la naturaleza primordialmente intuitiva de la búsqueda del conocimiento a patrones inertes, estandarizados que apagan la flama de la originalidad. El plasmar nuevas creaciones, identificar relaciones, analizar con base en inéditas perspectivas, ha cedido ante la fácil fórmula de vacíamente homologar sin agregar, adaptar sin inspirar. El instinto de consumo ha subyugado la necesidad de asombro de la raza humana, cegando su curiosidad y con ello su capacidad de ver más allá de lo evidente, de innovar, de infundir un último aliento al falleciente binomio artístico-científico.

Como profetizara Platón, el ser humano se interna cada vez más en la caverna de la ignorancia, del conformismo; la opulente radiación solar siendo no más que tenues y episódicos destellos que efímeramente logran filtrar su luminosidad en un recinto cada vez más alejado de la seminal chispa de la inspiración. La industrialización del aprendizaje, del proceso creativo, somete al innato deseo de cuestionar, de observar a través de los paradigmas, delineando una tendencia hacia convivir, cual Sísifo, en concubinato con la inercia. Ars, gratia, artis, arte por amor al arte, tal vez en tan simple concepto se encuentre la solución para regresar al edénico paisaje donde aún late la llama inextinguible de la creatividad y la originalidad.

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