El aprendizaje es un proceso incesante, continuo, imperecedero. Así, la educación de grupos e individuos no debe circunscribirse únicamente a la época de infancia y adolescencia, sino que es necesario ampliar su esfera de injerencia hacia la etapa adulta.
Sin embargo, usualmente la enseñanza adulta homologa las técnicas empleadas durante la niñez y adolescencia del individuo, a saber, un esquema profesor-alumno donde el primero es sinónimo de omnisciencia, la cual imparte al estudiante (un neófito, bajo este enfoque), quien no es más que un receptáculo pasivo de información. Esta dinámica cuanta con la limitante del predominio de la unilateralidad en el flujo del conocimiento (profesor diserta y alumno escucha), así como el desestímulo de la creatividad en el estudiante, quien absorbe información, mas no la transforma para la creación de nuevo conocimiento.
Como respuesta a esta poco producente metodología, surge el concepto de andragogía, el cual, más allá de etimológicamente ser un vestigio residual de sociedades menos equitativas (literalmente, el término significa “aprendizaje del hombre”, no de la persona, sea ésta hombre o mujer), tiene el mérito de capturar un concepto importante: A medida que un individuo crece, evoluciona no sólo física, sino emocional y mentalmente y, por lo tanto, la metodología didáctica empleada para educarlo debe evolucionar en paralelo: no es lo mismo inseminar la tabula rasa que es la mente infantil que educar a un adulto con ideologías ya moldeadas por años de experiencia formal –sea en trabajos o universidades– e informal en la Universidad de la Vida.
La nueva propuesta, que se remonta al método socrático, donde vía preguntas enfocadas el profesor guiaba al alumno a alcanzar por sí mismo las respuestas que yacían dentro de él, obvía entonces los paradigmas didácticos tradicionales y reencauza su modus operandi con base en una epifanía fundamental: el adulto, apalancado en toda la experiencia recabada a lo largo de su peregrinaje por la vida, cuenta con la capacidad de recibir información y transformarla en nuevo conocimiento. Entonces, la retroalimentación alumno / profesor debe guiar la relación entre ambos, bajo un esquema simbiótico de transmisión bilateral del conocimiento: un círculo virtuoso de creación y flujo de conocimiento para el mutuo beneficio de la colectividad. Alumnos aprendiendo de profesores y compañeros, profesores aprendiendo de alumnos: una verdadera democratización del conocimiento.
Es claro, entonces, que el rol del profesor debe de modificarse. Si bien de jure mantendrá la jerarquía sobre sus discípulos; de facto su rol será el de un facilitador, un Sócrates moderno que, más allá de unidimensionalmente dispensar información, servirá de guía para convertir la educación en un proceso enriquecido. El objetivo es sencillo: ayudar al estudiante a convertir experiencias y datos previamente recabados (conocimiento implícito, latente) en nuevo conocimiento para ser impartido por el estudiante tanto a sus colegas de aprendizaje como al facilitador mismo (conocimiento explícito, ahora evidente). Bajo esta modificación de roles, la fórmula profesor / alumno se convierte entonces en algo más cercano a guía / creador de conocimiento.
Una arista importante que debe recalcarse en el marco del aprendizaje (y que no es exclusiva de la andragogía) es la enseñanza no del conocimiento en sí, sino del aprender a aprender. El estudiante debe ser encauzado hacia convertirse en su propio facilitador, su autoguía de aprendizaje. Con las nuevas herramientas de la era de la información, el ser autodidacta adquiere renovadas posibilidades: con una computadora personal cualquier individuo puede acceder a un repositorio de información prácticamente ilimitado y autoeducarse en las áreas que más le interesan. Requiere, sin embargo, de un intangible adicional: la capacidad de cuestionar críticamente, de utilizar el conocimiento ya amasado como fundamento para, vía el analogizar conceptos ya existentes con los recién recibidos, facilitar la comprensión de nueva información; la habilidad para enfocar desde diferentes perspectivas un problema como metodología sistemática para aproximarse hacia la solución, y el conscientemente liberarse de paradigmas que obstruyan la visibilidad de la Verdad. Es éste el arte de aprender, un reto pendiente no sólo para la andragogía, sino para la educación en general.
Sin embargo, usualmente la enseñanza adulta homologa las técnicas empleadas durante la niñez y adolescencia del individuo, a saber, un esquema profesor-alumno donde el primero es sinónimo de omnisciencia, la cual imparte al estudiante (un neófito, bajo este enfoque), quien no es más que un receptáculo pasivo de información. Esta dinámica cuanta con la limitante del predominio de la unilateralidad en el flujo del conocimiento (profesor diserta y alumno escucha), así como el desestímulo de la creatividad en el estudiante, quien absorbe información, mas no la transforma para la creación de nuevo conocimiento.
Como respuesta a esta poco producente metodología, surge el concepto de andragogía, el cual, más allá de etimológicamente ser un vestigio residual de sociedades menos equitativas (literalmente, el término significa “aprendizaje del hombre”, no de la persona, sea ésta hombre o mujer), tiene el mérito de capturar un concepto importante: A medida que un individuo crece, evoluciona no sólo física, sino emocional y mentalmente y, por lo tanto, la metodología didáctica empleada para educarlo debe evolucionar en paralelo: no es lo mismo inseminar la tabula rasa que es la mente infantil que educar a un adulto con ideologías ya moldeadas por años de experiencia formal –sea en trabajos o universidades– e informal en la Universidad de la Vida.
La nueva propuesta, que se remonta al método socrático, donde vía preguntas enfocadas el profesor guiaba al alumno a alcanzar por sí mismo las respuestas que yacían dentro de él, obvía entonces los paradigmas didácticos tradicionales y reencauza su modus operandi con base en una epifanía fundamental: el adulto, apalancado en toda la experiencia recabada a lo largo de su peregrinaje por la vida, cuenta con la capacidad de recibir información y transformarla en nuevo conocimiento. Entonces, la retroalimentación alumno / profesor debe guiar la relación entre ambos, bajo un esquema simbiótico de transmisión bilateral del conocimiento: un círculo virtuoso de creación y flujo de conocimiento para el mutuo beneficio de la colectividad. Alumnos aprendiendo de profesores y compañeros, profesores aprendiendo de alumnos: una verdadera democratización del conocimiento.
Es claro, entonces, que el rol del profesor debe de modificarse. Si bien de jure mantendrá la jerarquía sobre sus discípulos; de facto su rol será el de un facilitador, un Sócrates moderno que, más allá de unidimensionalmente dispensar información, servirá de guía para convertir la educación en un proceso enriquecido. El objetivo es sencillo: ayudar al estudiante a convertir experiencias y datos previamente recabados (conocimiento implícito, latente) en nuevo conocimiento para ser impartido por el estudiante tanto a sus colegas de aprendizaje como al facilitador mismo (conocimiento explícito, ahora evidente). Bajo esta modificación de roles, la fórmula profesor / alumno se convierte entonces en algo más cercano a guía / creador de conocimiento.
Una arista importante que debe recalcarse en el marco del aprendizaje (y que no es exclusiva de la andragogía) es la enseñanza no del conocimiento en sí, sino del aprender a aprender. El estudiante debe ser encauzado hacia convertirse en su propio facilitador, su autoguía de aprendizaje. Con las nuevas herramientas de la era de la información, el ser autodidacta adquiere renovadas posibilidades: con una computadora personal cualquier individuo puede acceder a un repositorio de información prácticamente ilimitado y autoeducarse en las áreas que más le interesan. Requiere, sin embargo, de un intangible adicional: la capacidad de cuestionar críticamente, de utilizar el conocimiento ya amasado como fundamento para, vía el analogizar conceptos ya existentes con los recién recibidos, facilitar la comprensión de nueva información; la habilidad para enfocar desde diferentes perspectivas un problema como metodología sistemática para aproximarse hacia la solución, y el conscientemente liberarse de paradigmas que obstruyan la visibilidad de la Verdad. Es éste el arte de aprender, un reto pendiente no sólo para la andragogía, sino para la educación en general.
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